-¿Tú tienes el equipo? -me preguntó Richi al teléfono. Yo no lo tenía. Las posibilidades de escalar algo decente se desvanecían en la medida en que pasáramos la mayor parte de la mañana a la caza de mosquetones desaparecidos y Friends inexistentes.
Richi acertó eligiendo el lugar de la reunión: podría caer una roca del tamaño de un piano y a él no le pasaría nada. Descubro que en ningún momento hemos discutido acerca de quien iría de primero: es como si hubiéramos vuelto atrás diez años, Don Quijote ataca y Sancho está allí para advertir que ésos son molinos, señor.
-No importa, -dijo- tengo algunas cosas en mi casa-. Y de su casa obtuvimos lo mejor de la basurita: quince mosquetones, un par de hexéntricas, otro de Tricams, un Friend y media docena de otros fierritos desprovistos de carácter, a los que el futuro no había reservado nombre alguno. Un rack bueno para poner topropes, apenas suficiente para vías de rutina, e insensato para cualquier cosa que valiera la pena. Añadimos al escaso bulto arneses, zapatillas de roca y una cuerda decente, y corrimos a Canchacalla.
Otra vez quince metros. La roca del primer tramo es peor de lo que yo la recordaba, las fisuras separan rocas sueltas, sus caras internas se desmenuzan y tras un par de tirones escupen cualquier nuez. De cualquier manera tengo muy pocas, así que me las ahorro.
Hacía ya medio año que yo no entraba al valle; y aunque mi última visita pagó con una ruta nueva por una fisura que miraba desde hacía rato, resultó un ejercicio de frustración, el chato enojo que se ejerce contra la rutina. La gran pared -por lo menos en su parte baja- parecía existir tanto en la realidad como en el interior de mi cerebro.
Es como recordar que a los quince años uno bajó la Armendáriz de pie sobre el asiento de la bicicleta. No veo cómo puedo haber llegado en solo hasta aquí, en 1985. Es imposible, pero lo recuerdo. Ahora dos piezas me separan de Richi, veinte metros más abajo, y no disminuyen mis miedos.
De los ciento y pico de largos de cuerda de la Escuela de Roca de Canchacalla, mas de setenta los había abierto yo; y el resto tenía fácilmente una segunda o tercera ascensión a mi nombre. Añadía a eso más de medio centenar de largos o problemas en solitario. Mucho más fácil me era contar las rutas que no conocía para nada: hubo períodos en los que su cantidad era exactamente cero.
Esta piedra se mueve, Richi; ésta también. Giro el talón despacio sobre tierrita que las cubre: no vaya a desatornillarlas. Repartirse. No cargar ninguna de las presas con todo tu peso. Eres una mariposa.
Pero hacía mas de un año que la Escuela de Roca había perdido para mí ese elemento que yo reconocía como central para mi experiencia de trepacerros: la incertidumbre. La frustración se extendía a toda la roca que veía, y mis ganas de renovar un interés ejercido durante más de media vida disminuían en la medida en que ingresaba a una tercera mitad, llena de deudas, de parrilladas, de ron con cocacola.
Abajo le había comentado a Ricardo cuán raro me parecía el puro acto de escalar. Había como una renovada torpeza en mis actos. Mover una mano para coger un reborde, sentir el desequilibrio momentáneo que acompaña a un cambio de pies, apachurrarse los dedos en una grieta. De pronto seis meses de alejamiento me habían dado, a falta de un valle, un cuerpo nuevo: el cuerpo de un neófito.
Sabía, sin embargo, que había un par de retos valioso escondidos en algún pliegue de la pared. (Allí están todavía para el que quiera buscarlos.) Claro que no son tan obvios como hacer ascensiones en libre de rutas pasadas en artificial -de las que también sobrevive un par- pero, si nadie intenta éstas, qué se puede esperar que ocurra con aquellas.
Disfruté mi dualidad. Hacer treinta y cinco barras seguidas exige hacerlas con frecuencia y yo no lo había hecho. Un 5.10c en toprope ya me costaba enorme esfuerzo… Colocar y juzgar la protección de que se dispone, por el contrario, es una habilidad inolvidable; puedes dejar de hacerlo por años y de pronto volver a plena potencia. Bien, hoy los limites de mi acto están en mi cabeza. Todo consiste en tener miedo, y en saber usarlo para vivir.
Pero una de las señales más visibles para el que mira esa ancha pared desde el otro lado del humilde río Canchacalla permanecía virgen sin ninguna necesidad de esconderse desde que la vi por primera vez, en 1977. Por entonces creía que la Escuela estaba poblada de rutas. -¿Qué es eso?- pregunté aquel día a un barbudo experto. Es la Gran Chimenea, fue su ilustrada respuesta: como si nadie pudiera ver que se trataba de una chimenea, y que era grande.
He llegado al cristal, a la dañina cuchilla que detiene aquí a los que no tienen nada que probarse a sí mismos. ¿Debo decidir aquí y ahora, si mis notorias carencias son suficiente pretexto para tratar de vencerlas? Un momento: no veo bien esa daga mortífera. Ahora sí. Es más aguda y prolongada de lo que quería recordar: da más miedo de lo que quiero admitir. Sonrío de gusto.
Pasó casi una década, período en el que, entre otras cosas, edité una guía de la Escuela de Roca que consignaba, central e imponente, una ruta potencial y rodeada de misterios, que se llamaba La Gran Chimenea.
He vuelto. Subí aquí para tener miedo y para tener la incertidumbre del miedo, y ahora tengo ambas cosas. Decido bajar: esto es descabellado, esa piedra se sale y nos mata, o me caigo más arriba y la cuerda se corta. Se lo comento a Richi.
Cierta vez subí en solo (pero asegurado) a darle una ojeada. Alguna frustración amorosa logró que entonces arriesgara el cuello desmesuradamente, hasta que llegué al punto crucial: una estalactita de roca, un lápiz de sílex increíblemente delicado que, apuntando hacia abajo y apenas quieto en el lugar más vertical y estrecho de la canaleta, buscaba mi corazón. Golpearlo con un mosquetón electrizaba la sangre: en mi vida había oído algo más frágil. Estirándome, dejé una tarjeta con mi nombre y descendí a la vida.
Entonces desde allá abajo su comentario me enciende: -¿Acaso no es el terreno que te gusta? “Es”, pienso, sin hablarle. Consigo poner alguna protección. Mientras lo hago, el mosquetón golpea la delgada roca: se me eriza el pelo en la nuca. No he olvidado ese sonido.
Más años en las paredes, y las controversias, y las discusiones. Cierta vez, descendiendo de un solitario, al pasar por la base de la Gran Chimenea me topé con una cordada que le hacía una respetuosa visita, quizá la segunda o tercera desde que la Tierra decidiera partirse por allí. Conmigo de molesto testigo, un fulano rubio hacía encomiables esfuerzos para instalar protección en roca de la peor calidad. Su compañero murmuraba algo acerca de visitas indeseables. El rubio siguió adelante, llegó al puñal mortífero, y vio y leyó más arriba una tarjeta rectangular y blanca que permaneció fuera de su alcance. ¿Roca mala, no?- les grité, cediendo al verde veneno de mi sangre.
Confirmo que mi tarjeta ya no está. La lluvia, tal vez. Bien puede ser que alguien ya haya hecho esto: pero francamente no lo creo, y por lo tanto para mí la ruta es virgen. Saldré de aquí y seré el primero en hacerlo. Es la única manera de escalar que vale la pena. En un acto calculado para aterrorizar a Ricardo, le paso una eslinga a la piedra mortal.
Pero hacía medio año que yo no entraba al valle, y Richi tampoco había tenido recientemente nada que se pudiera llamar temporada. Eramos un par de viejos gordos en busca de recuerdos cuando, en vista de que no había macuto, de que el saco monumental que durante años había sido el emblema de los Drako había desaparecido en la tierra de NuncaJamás con Peter Pan (o residía en Camelot con el Rey Arturo, o se había hundido con la Atlántida o esperaba la resurrección de Inkarri) decidimos acceder a la vieja realidad: los jóvenes a la obra. Los viejos a la tumba, a poner un toprope y esperar que la suerte sonría. A ver si salimos en chimenea.
Todo listo. El inicio del crux es una especie de oposición entre un borde y un empotramiento recién inventado. Subo medio metro: el delicado extremo de roca canta en la brisa que entra a la fisura. Estoy evitando tocarla, pero no hay modo de seguir adelante si no lo hago. Empotro entre ella y la pared interna. Así al menos estoy presionando para mantenerla en su sitio. La adrenalina pega bien.
Danny Fernández-Dávila se ha quejado de que nadie repite sus rutas, de que el apocado interés de los escaladores peruanos no se dedica a la terrible disciplina que hay que tener para repetirlas. Las rutas de Danny -sobre todo las recientes- llevan la marca de la posmodernidad: secuencias de palitos de fósforos y monedas pegadas en una pared, que exigen dedos de titanio, uñas de diamante, 4MB de memoria RAM sólo para recordar la partida. Se instala el toprope y se sufre durante meses hasta que sale una y entonces el toprope se muda a la vecina. Entonces viene Diego, con su horrible cantidad de talento, y hace sin esfuerzo alguno lo que para otros es la meta de un verano o de una vida.
Vi una presa allá afuera al pasar: tal vez la encuentre con el pie mientras termino de cargar mi peso en el extraplomo. El carámbano sigue en su sitio; lo acepto ya como la más sólida parte de la pared, como a un viejo amigo. Richi observa mi transformación, como desde hace tanto tiempo.
Dos viejos en la base de Cruncha Cruncha, 5.11c/d, copyrigth Danny. Nadie ha repetido esos quince metros de dolor homogéneo. Richi ha hecho doce de ellos en su mejor momento; ahora está terrible, y se le dificulta partir. Yo apenas si intento, hago un metro. Cruncha Cruncha es una de las rutas por la que puede decirse que jamás terminaré de conocer la Escuela. Otra es aquella chimenea.
Sólo un metro: protegerlo es imposible. El punzón aquél es frágil, pero se ha portado con nobleza. En contraste la roca de aquí arriba es porquería pura. Levito sobre ella, procurando no pesar, y en un paso más estoy en un nicho seguro. Ya no me duele nada.
Richi sugiere que intente la arista de la izquierda, sólo 5.10c, que Danny pasó sin pestañear. El inicio es fácil, el centro intrascendente… Al final hay un sólido extraplomo. -¿Pasó Danny por la derecha o por la izquierda de esto?- Por la izquierda. Pasaré por la derecha, aunque sea para añadir un par de metros de variante. La salida es notable; Danny debe haberse desviado en este último tramo, que se ve retorcido. Lo enfrento, pero me suena el hombro, me golpeo el pie, se me acalambra el brazo en el crux y tras diez minutos allí mis dedos se rinden. Escapo por la izquierda. Un claro 5.10c: es por aquí por donde debe haber salido Danny. Bah: ni siquiera he podido variar la vía.
El resto es fácil: fácil incluso para una vieja gloria. Dos tramos de la chimenea (que es grande, como me anunció aquella vez mi docto instructor) ofrecen alguna resistencia, pero poca comparable a algunas de las joyas de Vichuya, verdaderas cámaras de tortura en las que uno se raspaba con sólo mirar a Mirko hacerlas.
Ambos tenemos que estar en Lima para almorzar. Richi recuerda cómo, al principio de los ochentas, llegábamos al valle a las ocho de la mañana, muchas veces en micro. Luego vino la Era Drako, con sus demoras, sus cigarritos y el sagrado culto a la flojera. Aquello me ha desgastado ya lo suficiente, me ha convertido en algo demasiado parecido a lo que en fútbol se llama una vieja gloria. Doy una mirada a la Gran Chimenea. Tenemos una hora, me recuerda Richi. De pronto: La hacemos, Ricardo. Vamos a hacerla. Quita el toprope.
Richi viene a una reunión dudosa, hecha con lo que quedaba del rack. No lo veo mientras sube. Durante un momento he sentido su pánico en la cuerda: nadie que no haya enfrentado el miedo en cordada puede entender cuánto leen los dedos a través de esos tensos hilos de nylon. La mochila en su espalda hace que la chimenea le cueste demasiado… Ya está aquí. Me dice: No la va a repetir nadie. (Tal vez de eso se trata). No hablamos de grados, ni de nombres. Hemos logrado lo que queríamos. Son molinos, señor: pero no hace falta más.
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2 Comments
Esa ruta tuvo al menos 2 repeticiones después (creo que fueron la únicas) la primera la hicieron el Chato Mejia y Diego Fernandez y la otra fue también del Chato pero esta vez fuimos Pablo Ostolaza y yo acompañándolo. Tiempo después supe que visitaron la zona Samuel Arias y Jose Carlos Susanibar y para darle seguridad a la ruta botaron la piedrota cambiandole el caracter a la ruta-que a mi parecer- tenia como atractivo principal el pasar por encima de esa ENORME piedra que se movía sin botarla.
Pero la GRAN CHIMENEA sigue ahí esperando ser visitada y sigue siendo un RUTÓN!!!!
Siempre historias muy interesantes de leer.